Todo se ha ido a los pueblos a donde están los colombianos más alejados de los centros de poder.
De acá para allá
Todo el país ha estado en guerra por casi 60 años. Negarlo sería necio y miope. Pero no puede haber duda de que, salvo episodios muy esporádicos, el centro de Colombia, en especial Bogotá, no la ha vivido, no la ha sufrido. La ha registrado, si acaso, con su óptica centralista y excluyente.
Esta ha sido una guerra de periferia. Con excepción de San José del Guaviare, Arauca y, algunas veces, Neiva, ni siquiera las capitales departamentales han sido el escenario favorito de los combatientes. Todo se ha ido a los pueblos, a los campos, a donde están los colombianos más alejados de los centros de poder.
En ese sentido, los gobernadores y los alcaldes tienen toda la razón cuando le piden al Gobierno nacional que aterrice los acuerdos logrados en La Habana con las Farc, a fin de que puedan ser implementados como debe ser: de acá para allá, es decir, de donde estuvo —y aún está la guerra—, hacia donde la han tenido como una simple referencia histórica y estadística.
¿Qué sabe Bogotá de lo que es la muerte, la sangre, los gritos de dolor, el odio como compañía permanente? ¿Y qué de la orfandad y la viudez forzosas, y de las matas de plátano o de café o de lo que sea, como cama obligada para esquivar las consecuencias de los bombardeos y del fuego de los fusiles a discreción?
Nada. De eso, nada sabe. Mucho menos, de lo que se tiene que hacer para darles a los campos colombianos, que todavía huelen a pólvora, lo que por siempre se les ha negado: lo elemental para que los hombres se diferencien de los animales.
Solo un botón de muestra: los guerrilleros del Catatumbo serán alojados en Caño Indio, una vereda a solo una hora de Tibú, donde ni siquiera hay agua potable para sus habitantes. Tampoco, electricidad. Por eso, una de las primeras acciones allí es la de dotar de agua al campamento. En Caño Indio no saben qué es un médico o un técnico agrícola... Pero por sus rústicos caminos pasaron durante años guerrilleros y soldados en guerra.
Los labriegos quizás no sepan definir el centralismo, pero cómo lo han sentido y sufrido. Sospechan que pueden vivir mejor, pero no entienden por qué la manta no alcanza para arroparlos.
¿De qué pretende el centralismo que vivan los paupérrimos campesinos de Norte de Santander, de Putumayo, del Cauca o del Chocó, sino de lo que hay a la mano para cultivar, y lo que hay es la coca?
Si no tienen siquiera cómo solucionar problemas elementales, ¿cómo se garantiza que estos campesinos recibirán tantos recursos de los que se habla y con los cuales han oído que habrá reparación, justicia, verdad, equidad, generación de alternativas productivas?
Por eso, hacemos nuestras las palabras del gobernador encargado de Sucre, Cristo García, en un conversatorio sobre la posguerra: “La gente está esperando que cambie el país. Hay demasiada expectativa y eso nos preocupa, porque el país sigue siendo el mismo. El Gobierno Nacional ha conducido una negociación, pero la solución en los territorios no pasa, no se supera”.
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