Al Estado no se le puede olvidar la obligación constitucional de proteger y garantizar oportunamente los derechos fundamentales de la población civil.
Alertas desoídas
El sistema de alertas tempranas es un mecanismo para monitorear y advertir sobre las situaciones de riesgo de la población civil por los efectos del conflicto armado interno frente a las masacres, los homicidios selectivos y el desplazamiento forzado, todo lo anterior muy conocido y de común ocurrencia en Norte de Santander.
No más el sábado pasado acabó de ocurrir un hecho que resume todas las anteriores características entre el área rural de Cúcuta y Tibú, donde está desatada una guerra entre el Eln y la banda criminal de Los Rastrojos.
Aquí ya aparece un asunto al que no se le puede dar ni la espalda ni mucho menos dejar pasar: es el hecho de que la quinta capital de departamento en Colombia es escenario en su territorio rural que está unido al Catatumbo, de la conflictividad armada, de los cultivos ilícitos, del desarraigo y de toda la masa de problemas socioeconómicos y de falta de un proceso real de agroindustrialización y desarrollo sostenible de la zona.
Y volviendo a la alerta temprana, sería bueno que el Ministerio del Interior le explique a Norte de Santander y a Colombia el motivo por el cual no se le puso cuidado a la advertencia de que la muerte estaba rondando a Banco de Arena, Puerto León y Vigilancia, como lo consignó la Defensoría del Pueblo el 13 de marzo de este año, en la Alerta Temprana de Inminencia N°011-2020.
Engavetar, traspapelar, no darle prioridad o enviarla a un despacho secundario no era la mejor opción, puesto que al Estado no se le puede olvidar la obligación constitucional de proteger y garantizar oportunamente los derechos fundamentales de la población civil.
Lastimosamente, ya ocurrió el hecho sangriento que de paso produjo su estela de miedo entre la población campesina de la región, que en una cantidad estimada en 400 personas dejó sus parcelas abandonadas para irse a refugiar en el corregimiento Banco de Arena.
En el documento hay una parte muy dramática y diciente: “del mismo modo se prevé la ocurrencia de homicidios selectivos y múltiples (masacres), confinamiento de la población civil, reclutamiento y utilización de niños, niñas y adolescentes, imposición de restricciones a la movilidad y amenazas y ataques contra los procesos sociales, líderes y lideresas de la zona”.
Ese párrafo visto así debe mover al Estado colombiano no solo con la fuerza pública sino con toda la institucionalidad para definir una estrategia de todos los órdenes, porque como insistimos, la situación ya ni siquiera es en la vereda más remota del departamento, sino en las goteras de Cúcuta, en su sector rural, que no puede dejarse perder en esa marejada violenta ni permitir que continúe expandiéndose hacia el casco urbano.
Ojalá se le ponga cuidado a esto que reclamó la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) de investigar de oficio los hechos y que Colombia disponga las medidas preventivas y de seguridad necesarias para miembros de la comunidad y en especial para dirigentes campesinos y sus familias.
Frente a todo esto, llama en exceso la atención escuchar a los burócratas desde sus oficinas bogotanas hablar del territorio (en referencia a regiones como el Catatumbo), situación que en la práctica no pasa de ser más que una simple expresión sin concordancia frente a la real forma de actuar para salvaguardar esas zonas estigmatizadas y martirizadas por el conflicto.
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