Treinta y dos centímetros es lo que mide una regla escolar. Y eso es, ni más ni menos, lo que mide la profundidad del río Magdalena en Barrancabermeja, uno de los lugares más emblemáticos de la navegación fluvial colombiana.

Esos 32 centímetros, sin embargo, son mucho, comparados con los 23 que mide el Cauca en varios puntos de su recorrido.

Que esos niveles sean los mismos que se alcanzaron en 1997, cuando todo en Colombia fue parecido a una devastación, es más que la coincidente presencia del fenómeno de El Niño. Es el resultado del descuido en el que, por razones de la politiquería, mantienen las fuentes de agua las otrora eficientes y preocupadas corporaciones regionales.

Hoy, en esos organismos, puede más el compromiso político que el interés por salvar ríos como el Pamplonita, para no ir lejos. Hoy, en esos organismos, pesa muchas veces más la satisfacción de intereses de contratistas que la necesidad de salvaguardar el medioambiente que colapsa.

Que los ríos estén en niveles tan dramáticos que la gente los puede cruzar caminando en zonas donde antes se movían enormes buques cargueros, es señal de muchas cosas preocupantes. La pesca, una de ellas. La irrigación natural de enormes zonas, otra. La muerte de miles de especies animales y vegetales, una tercera.

Pero, otra más grave, si se quiere, es la alerta surgida en torno del sistema de generación eléctrica. Además de no tener agua para beber ni para cultivos ni para ninguna de las actividades acostumbradas, nos podemos quedar, si todo se mantiene como está, sin electricidad y tendremos que regresar al racionamiento que ya se hizo hito histórico en Colombia.

Hasta hace pocos días, acá en la frontera mirábamos hacia Venezuela y tratábamos de adivinar sus angustias con las falencias de su sistema eléctrico. Hoy, esa mirada es hacia nosotros mismos: por no entender que la naturaleza es un multiorganismo vivo, que muere por descuido, estamos enfrentados a uno de los fantasmas más temidos: la falta de electricidad que todo lo paraliza.

El poder político entronizado en las corporaciones regionales ha impedido que, en todo el país, esos organismos sean sometidos a escrutinio cuidadoso y general, a fin de que cumplan con su elemental obligación de propender por la conservación medioambiental.

En Cúcuta, donde a duras penas se salvó un escollo en la elección de su nuevo directorio, Corponor debe explicar, en detalle, y sin soberbias, qué ha hecho durante los últimos 20 años, por lo menos, para evitar que el Pamplonita sea la vergüenza que hoy es.

No todo puede ser la deforestación que, si se analizara a fondo, quizás no sea tan drástica como para aniquilar las fuentes de agua principales. La falta de voluntad política también ha sido causa importante de lo que hoy nos tiene con los nervios crispados por la situación energética.

El país está en alerta roja por el agua y por la electricidad, y por todas las cosas que dependen de una y otra. Y, sin embargo, para nuestro caso, durante varias semanas todo estuvo pendiente de si había un voto que dirimiera un empate entre dos poderes políticos. No hay derecho.

Un país sin agua y sin electricidad es más cercano al cuarto o quinto mundos que al de los países más avanzados, por más que nos preocupemos por pregonarlo. Así, somos un pueblo con sed y a oscuras, marchando a tientas por un desierto oscuro en el que nadie nos da la mano.

Y, sí: todos somos responsables de la situación. No queda duda. Pero, más lo son, sin duda, los funcionarios que manejan las entidades encargadas de vigilar que la naturaleza conserve su ritmo y mantenga su nivel de preservación.

Nos merecemos lo que se nos viene.