Este hombre es oriundo de Guainía y está a la espera de la entrega de ayuda humanitaria.
Eustoquio Rivera lleva 13 días viviendo en una banca del parque Santander
Eustoquio Rivera Gómez dice que vivía en el paraíso, en una finca en Guainía que tenía 74 reses, 10 mil matas de plátano, y cultivos de yuca, melón, piña, nutridos por un río del que sacaba enormes pescados.
Pero a Rivera las Farc lo sacaron corriendo en 2001 de Guacamayo (Guainía), “porque estábamos parados sobre la plata y no nos habíamos dado cuenta”.
El hallazgo de coltan en la zona forzó su desplazamiento, tras 26 días de cautiverio junto con otros 13 habitantes del sector, que por demostrar valentía y enfrentar a la desaparecida guerrilla fueron amarrados durante ese tiempo, hasta que los ‘salvó’ una avioneta de antinarcóticos.
“Empezaron a darle plomo a la avioneta, y el comandante, Marcos Cremallera, dijo: suelten a esa gente y sáquenla, porque se va a prender la fiesta”, relata.
Desconoce si fue así, aunque aún recuerda que en cerro Caballo “montaban el armamento pesado”, en el filo de la montaña, para tumbar los aviones.
La huída fue “como de dos kilómetros río abajo”, hasta que los dejaron en la orilla y llegaron a la vereda Chorrobocón, donde encontraron a la fuerza pública y esta los llevó a un albergue en Bogotá.
Aunque tuvo buena comida, buena atención, y no pasaba mala vida en el albergue, las ansias de trabajar y no estar “ni arrimado ni mantenido” en el lugar, lo condujeron a buscar oportunidades en la capital, pero solo logró lavar y cuidar carros, hasta que se vio como un indigente, y cambió de ciudad.
Llegó a Cúcuta hace 13 días, y hace una semana logró ir al río Zulia para darse un baño y lavar su ropa, pero teme que deberá esperar “quién sabe cuánto” para recibir la ayuda humanitaria que la Unidad de Víctimas le aprobó desde enero de 2018, pero que no ha podido recibir, pese a que a diario va al banco Agrario “y ya me conocen... Me dicen, lo tienen abandonado”.
Ha intentado contactar al personero municipal, sin éxito, y asegura que “ese señor nunca está”, y ocasionalmente es atendido por algunos policías, con los que su estadía comenzó de una patada que le dio un uniformado, “pero ahora somos amigos, y hasta me invitan algo de comer”.
Mientras se resuelve su situación, espera que estar en este vecindario sirva de algo, “y el alcalde, por lo menos, me teche el apartamento”, dice jocosamente, en tanto ve pasar carros y palomas, y anhela volver a trabajar en el campo.
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