"Acuérdense que tienen sangre de los bravos motilones", Juana Rangel.
Especial: Cúcuta está de aniversario
Recordando el nacimiento de Cúcuta
Sucedió en 1733. Hace exactamente 284 años. Me hallaba en mi hacienda del Carmen de Tonchalá cuando vinieron a avisarme que los invasores de mis tierras en Guasimales querían hablar conmigo. Los recibí por cortesía, porque lo cortés no quita lo valiente, pero su visita no era de mi agrado: se habían apoderado de mis tierras.
Los hice seguir a mi despacho, pero ni siquiera los mandé a sentar. Al enemigo no hay que darle confianza. Se derritieron en zalamerías hablando de mi generosidad, sobre mi buen corazón, y justificando el haberse metido a mis terrenos. Ahora querían que yo les legalizara su situación. Igual que hacen todos los invasores. Hacen el daño, y después vienen por más.
Querían solicitar la creación de una parroquia, pero para eso deberían ser propietarios de aquellos terrenos, lo que únicamente conseguirían si yo les daba las escrituras. Comí coba y así se hizo, no tanto por mi buen corazón, sino por quitármelos de encima y porque ellos mismos me ayudarían a cuidar los otros terrenos para que no hubiera más invasores.
El 17 de junio de ese año vino el alcalde de Pamplona y en su presencia les firmé las escrituras y les encimé algunos reales para que la villa les quedara más o menos presentable. Pero me metieron los dedos en la boca. Me engañaron. Y yo les creí sus promesas.
Solamente les exigí que la villa fuera limpia, ordenada y amante del progreso. Que deberían trabajar con alma, vida y verraquera para que la ciudad pasara a la historia como una ciudad pujante, vigorosa y altiva. Me juraron, rodilla en tierra, que el pueblo que de allí surgiera sería orgullo de todos sus habitantes y ejemplo para los que vinieran después.
¿Y qué pasó? Hoy, 284 años después de mi firma, he pedido permiso a la eternidad para regresar de ultratumba a echarle una mirada a mi ciudad, creyendo encontrarla como lo pedí: pujante, vigorosa y altiva. ¡Pero qué desilusión!
La veo abandonada, sucia, desgreñada, donde cada quien hace lo que quiere. Supe que aquí hubo una vez un terremoto que me la acabó, pero la gente de entonces se sobrepuso a la tragedia, enterró a sus muertos y levantó otra ciudad con tranvía y fábricas y empresas. Fue una época gloriosa, según cuentan. Con el tiempo, dejaron acabar el tranvía, se acabaron las fábricas y las empresas se largaron a otras partes. Empezaron entonces los cucuteños a vivir del vecino que tenía una moneda fuerte, y la dicha les duró hasta que el bolívar se pegó el bajonazo del siglo y la ciudad se patraseó.
Poco a poco fueron levantando cabeza, viviendo del contrabando y de la gasolina pimpineada, pero llegó un cucuteño a gobernar en Venezuela (No hay cuña que más apriete que la del mismo palo) y les pegó el vainazo que hoy todos se lamentan.
Y así encuentro a mi ciudad, como muchacha huérfana, llorando su abandono, convertida en un muro de lamentaciones, pero nadie hace nada por sacarla de esta postración. Todos lloran, todos se quejan, a la espera de que caiga Maduro, según dicen, sin preocuparse por hacer una ciudad nuestra, propia, que no dependa de los vecinos.
Llegó la hora, mis queridos hijos. Dejen la lloriqueadera y hagan algo positivo por la urbe. Acuérdense que tienen sangre de los bravos motilones. Sigan el ejemplo de los cucuteños de las generaciones anteriores. Y echen pa´lante porque pa´tras asustan.
Ojalá que cuando yo regrese a la próxima visita me tope con una ciudad nueva, bonita, emprendedora, orgullo de propios y extraños, donde todos repitan las palabras del presidente Kennedy y digan: No pregunten qué hace Cúcuta por ustedes, sino qué pueden hacer ustedes por Cúcuta.
*Gustavo Gómez Ardila
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