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Domingo, 26 Julio 2015 - 2:00am

Algunos cucuteños cambian música por monedas

Bianey, un guitarrista ciego; Juan, del género rapero, y Víctor viven de cantar en las calles y unidades de transporte público.

Laura Serrano
El ciego mueve el cuerpo al son de la canción que acompaña con la guitarra. El anciano, acomoda el letrero donde tiene apuntada una promesa de bendición a cambio de dinero. El rapero, radio en mano, intenta convencer al chofer para que apruebe su trabajo.
/ Foto: Laura Serrano
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Bianey está en el andén de la calle 10 con avenida 5. Una cuadra lo separa de Víctor, un viejo que cuando le preguntan la edad dice tener 78 semanas santas. Juan aguarda la buseta que transita por el parque de La Fuente Luminosa, en procura de monedas de pasajeros. Bianey es ciego y cristiano; Víctor, un anciano al que por ratos se le pega lo de cristiano. Juan es rapero. Los tres viven del arte, de la música.  

El ciego mueve el cuerpo al son de la canción que acompaña con la guitarra. El anciano, acomoda el letrero donde tiene apuntada una promesa de bendición a cambio de dinero. El rapero, radio en mano, intenta convencer al chofer para que apruebe su trabajo.

Bianey es oriundo de Fortul (Arauca). Nació con convulsiones epilépticas y desde los 13 quedó ciego. A esa edad, una fiebre de dos días lo golpeó hasta dejarlo sin piel. Sin embargo, fue un error médico lo que generó la incapacidad.

“La fiebre no paraba de quemarme; el médico mandó a la enfermera a que me pusiera una inyección de Gifaril”, recuerda. “Al momentico, me agravé”.

La reacción de Bianey al medicamento produjo que la piel se desprendiera desde la cabeza hasta la cintura. La peor parte la llevaron los ojos. Semanas después, la familia terminó en Cúcuta en busca de la salvación de la vista. Todo fue en vano. Desde entonces, se las arregló para tantear el destino.

Sólo estudió primaria, porque se le metió la idea de ser músico. Aprendió a tocar la guitarra, y ahora, muchos de los que lo ven lo invitan a cantar y a dar charlas de superación personal.

Desde hace 10 años, de lunes a sábado, sale a las 7:00 de la mañana de casa en Santa Bárbara (Villa del Rosario). Guitarra al hombro se monta en la buseta. Conoce el trayecto.

Cuando siente que tiene que bajarse, el conductor se lo confirma.

— ¡Listo, mano!, bájese que  llegó.

—Ya lo sé, pero aún no llego, el resto toca a pie. Acuérdese, hombre.

El puesto de trabajo está a 400 metros. Ayudado con un bastón improvisado camina lento y en cada cruce de una calle con otra extiende la mano y espera ver sombras negras que deciden auxiliarlo.  Al llegar, desempaca la guitarra y al hombro se echa el forro. Amarra un vaso al instrumento para recibir las monedas y acomoda el aviso, que lleva el número del teléfono celular.

¿Sí lo llaman, Bianey?

Pues a veces, cuando no es mi familia pa’ preguntar cómo estoy, ocurre el milagro.

¿Cómo así? ¿De qué milagro habla?

Pues usted comprenderá que mi talento es por fe. Y si me llaman pa’ contratarme en alguna fiesta como el músico de la noche, eso es un milagro. Así lo hace Don Víctor, claro que el reparte tarjetas. Pero a mí me dio por hacerlo así.

Don Víctor es amigo y colega de Bianey. Ambos tocan guitarra y hasta cantan las mismas canciones.

Lo único que los separa es el parque Santander.

Los ojos pequeños y la estatura menuda son rasgos especiales de Don Víctor que deja ver mientras las manos se deslizan por la guitarra roja y remendada.

—Soy un hombre que trabaja en el mundo de la farándula y del espectáculo.

¿Cómo así?

—¡Claro! Esta fue la profesión que escogí. Canto, actúo y cuando me toca bailar, pues bailo. ¡Ese soy yo!

El viejo dice ser feliz y hacer feliz a otra gente. Es de esos que creen que el tesoro no es el oro, sino el esfuerzo de quién trabaja para encontrarlo. Y por eso, se siente rico aunque no tenga los bolsillos llenos de pesos. Cada día, le canta a la gente para que le tire monedas. Al igual que Bianey, vive de uno que otro milagro.

Los fines de semana, cambia la guitarra por una nariz roja, y cuando lo hace le dicen Clavelito, el payaso feliz.

Mientras tanto, Juan ha convencido al chofer de la buseta y lo deja trabajar.

“Amigos, buenas tardes. Regálenme sólo dos minuticos de su tiempo. Vengo a incomodarlos con mi rima que está llena de letras inspiradas en lo que sucede a diario: guerras, violencias, muertes. Y aunque hay una solución pocos ponen atención, por eso, escribí esta canción”, lo dice dirigiéndose a los pasajeros, mientras acomoda el volumen del radio que le proyecta el sonido de la pista.

“Lo único que sé es que muero por mi bandera

“Pero con revólveres o balazos no quiero ir a guerras

“De veras, yo cantaré hasta que me muera

“Hasta que mi mente ya me falle y mi lengua no se mueva… no se mueva”.

A los 10 años, Juan tenía claro que se dedicaría a ser cantante de música rap. Cuando estaba pronto a cumplir los 12, casi que obligado, decidió hacer de su gusto por el rap una manera de sobrevivir. Hoy, siete años después, no ha parado de montar en buses acompañado de la lírica.

Durante 5 años, lo hizo en Bucaramanga. En Venezuela solo duró unos cuantos meses. Ahora, vive en San Antonio del Táchira y trabaja en Cúcuta, inspirado por lo mismo.

En un extremo del parque de La Fuente Luminosa de la calle 8 con Diagonal Santander, Juan aguarda otra buseta para continuar la jornada laboral. Bianey y Víctor, mientras tanto, de canción en canción, de moneda en moneda, y de gracias en gracias, llegan al final del día. Los tres hacen parte de esos artistas anónimos que se mueven por la ciudad y tienen el arte como medio rústico de subsistencia.

*Autora: Laura Serrano Díaz

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