El hechizo ocañero se complementa en el cerro de Torcoroma, en cuya montaña la Virgen se apareció en la astilla de un árbol.
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Ocaña es otro cuento
Desde que uno llega al Alto del Pozo, en la vía Cúcuta-Ocaña, más allá de Sardinata, se da cuenta que las cosas comienzan a cambiar. De la casona donde venden desayunos, sale olor a arepa ocañera, con pellejo y sin sal, pero con queso costeño rayado. Adentro, una muchacha le habla de “vos” a alguien. “Andá a ver qué quieren los señores”. Hay rezagos de neblina en la carretera y en el cerro.
Empieza el descenso y por dentro comienza la alegría. Al pasar por Ábrego, la llanura se llena de sonrisas de mujeres bonitas y aroma de cebollales y absurdos de piedras negras. De pronto aparecen el río y los bañaderos, “y por aquí vos llegás a La Playa, donde las calles no son calles sino jardines que cuelgan de las ventanas –dice el chofer- y el cielo se confunde con las miradas de las muchachas y hay castillos de granito que los dioses levantaron hace tiempos”.
Uno de los pasajeros deja escuchar en su celular “La Mugre”, el bambuco de Alfonso Carrascal, “subile volumen”, dice otro, y el conductor apaga la radio donde Isabel Sofía Picón, la niña prodigio del acordeón, acaba de tocar un vallenato, de esos sabrosos que sólo se escuchan en Ocaña.
San Luis, la Ermita, el Batallón, el Algodonal, tres curvas más y ahí aparece Ocaña, llena de esplendor, mientras a todo volumen suena Ocañerita, que muchos tararean “Eres linda Ocañerita, del alto de Torcoroma”. La vía se bifurca, pero no entramos por La Piñuela, por donde antaño entraban los arrieros, sino tomamos la calle que nos llevará al centro, para pasar por la iglesia de San Francisco, colmada de historia más que de oraciones, y el colegio Caro, levantado donde nació José Eusebio, luego cruzamos hacia la catedral de Santa Ana y el parque de la columna de los Esclavos, poblado de árboles enormes y mucho pasado.
Ocaña es otro cuento. La belleza de sus mujeres, la alegría de sus habitantes, el cielo esplendoroso, el delicioso clima y el olor a barbatusca, una flor para comer, hacen de esta ciudad un rincón prodigioso, en el que no se sabe si todo es magia o encantamiento o pura sugestión. Basta con subir al Cerro de Cristo Rey ( llamado antes Cerro de la Horca, donde colgaban a los delincuentes), para uno quedar extasiado viendo cómo la tarde juega con la brisa sobre los tejados coloniales, que aún sobreviven.
Pero hay otro cerro, el de la santa Cruz, por los lados de un barrio llamado Tejarito, desde donde también se divisa parte de la ciudad encantada. Por allí cerca corre despaciosamente una quebradita, llamada La Cagona, pero que los ocañeros prefieren llamarla La Quebradita del mal nombre.
Y por si fuera poco, las viejitas le recomiendan a uno no salir de noche por los lados de la capilla de Santa Rita, porque puede encontrarse con don Antón García de Bonilla, que, a caballo, viene a pagar una promesa incumplida. Y los cascos de la bestia dizque sacan chispas de la calle empedrada. En alguna época le levantaron a don Antón una estatua, por los lados de San Agustín, donde se encuentran dos calles, la que sube y la que baja.
El hechizo ocañero se complementa en el cerro de Torcoroma, en cuya montaña la Virgen se apareció en la astilla de un árbol. Hay que visitarlo. Pero hay que llevar una botella para traer agua, de la que brota en el sitio donde apareció nuestra Señora de las Gracias de Torcoroma. Ocaña, la que ayer cumplió 450 años, es otra historia, para vivirla y disfrutarla.
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