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Por: Manuel G. Camargo
Sábado, 5 Diciembre 2020 - 7:48am

La plazoleta

Había eso que hoy llaman bullying, pero usualmente se arreglaba a los coñazos en la arrocera que quedaba detrás del Calasanz.

Mirando la historia, concluimos que Cúcuta tuvo su mejor época, refiriéndonos a su importancia relativa a nivel nacional, en las primeras cuatro décadas del siglo XX; su proceso de decaimiento progresivo arranca en los años 60 con la desaparición del tren y el cambio de visión política que trajo la posguerra, con el keynesianismo llevado a su visión patológica de la intervención total del estado. Fue cuando los servicios públicos pasaron a control del estado (y de los políticos) y el desarrollo se volvió cuestión de gestión pública. Todo ello se agravó por la bonanza cambiaria con Venezuela, que convirtió la ciudad en un atractor de población y una gran Maicao.

Quienes vivimos las dos primeras décadas de la decadencia de Cúcuta como estudiantes de colegio en los años 60 y 70, nos tocó una ciudad pequeña, con algún orden urbano, segura y de redes familiares importantes. Las familias de la época estaban conformadas por entre 5 y 11 hijos. En el censo de 1964 Cúcuta tenía 175 mil habitantes, llegando a 278 mil habitantes en 1973. En ese período inició el crecimiento exponencial de la población en Cúcuta atraída por la Venezuela saudita.

El barrio Blanco surge en 1956 con la primera casa adjudicada por el Banco Central Hipotecario. En 1963 se construyó el colegio Calasanz, en lo que entonces eran los extramuros de la ciudad. El río Pamplonita todavía era río e inundó el colegio varias veces. 

Existe una “calle” en la avenida 0A entre calles 19 y 20 del barrio blanco en la cual se colocaron dos tableros de basquetbol, el deporte insignia de Cúcuta, que llamábamos la plazoleta. Eran las épocas de los intercolegiados, cuando se disputaban finales de futbol, y sobre todo, de basquetbol que llenaban la Toto, de las vespertinas bailables, la semana calasancia cuando se “interactuaba” con las niñas de los colegios femeninos y de los bailes de club con Billos, Melódicos y Manuel Alvarado. El deporte era esencial y casi todos practicaban alguno, algo que se ha perdido. Los profesores eran profesores y no tribunos ideologizados; había eso que hoy llaman bullying, pero usualmente se arreglaba a los coñazos en la arrocera que quedaba detrás del Calasanz.

Esa plazoleta, referente urbano para una generación, que objetivamente no es realmente una cancha, con piso de pavimento, y en la época, con tableros de madera y aros sin malla, significó para los jóvenes de entonces el sitio de reunión deportiva de los fines de semana. A las 4 de la tarde, cuando había bajado el calor del mediodía, y sin previa convocatoria, iban saliendo los muchachos en pantaloneta hacia la plazoleta; se hacían grupos de cinco en orden de llegada y se jugaba a diez cestas.

El ganador seguía con otro equipo, y usualmente al final, la “titular”, miembros de la selección Norte o de la selección Colombia juvenil, jugaban un partido final, que atraía público. Terminado el juego, íbamos a comer a las casas, a descansar y hacia las 10 de la noche salíamos a una esquina a esperar al resto para mamar gallo y hablar por hablar; como dicen los italianos “il dolce far niente” (lo dulce de no hacer nada). Si la cosa salía chimba (no había rumba) a las 2 estábamos en la casa; si salía buena la noche, amanecíamos en los desayunaderos, pesa incluida. Pero fue también la época cuando entró duro la marihuana, y con ella, las demás drogas.

Los estudiosos de ciudades muestran que estas, a medida que crecen, lo hacen de manera no lineal en lo bueno y lo malo. Si hay planeación, lo bueno supera a lo malo; dejada a su suerte, se crece lo malo. La Cúcuta que hoy vemos desigual, pobre, insegura, sin importancia nacional, muestra que la planeación de ciudad es hierba rara, y peor aún, no parece haber interés en hacerla, por lo que seguiremos viendo crecer las cosas malas. 

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