En defensa del reguetón
Las críticas más comunes que se le hacen al reguetón podrían agruparse en tres posturas. La primera: quienes afirman que el género es muy básico, sin una estructura musical elaborada, un ritmo que, en palabras de Totó la Momposina (una de las criticas más radicales) “no es música”. Una segunda postura viene desde algunas corrientes conservadoras y de ciertas voces feministas que afirman que el género atenta, en la mayoría de sus composiciones, contra la integridad de la mujer; aquí se pone la lupa sobre lo vulgar, lo lascivo, lo obsceno.
La tercera, en la que me quiero concentrar, se fundamenta en el origen clasista de las críticas. Aquí ya no cuenta la estructura musical, ni su contenido, sino el origen popular y la atmósfera estética del reguetón. Entonces escuchamos a una que otra tía indignada porque esa “música es para las niñas de la calle”, o a uno que otro integrante de la nobleza (los marqueses, condes y duques asalariados de nuestro país) precisando que es un ritmo “para guisos”, o incluso a columnistas, como Mario Fernando Prado (de El Espectador), que hace un mes tituló una de sus columnas “el reguetonero verdulero”.
“Gente bien”, o “gente de bien”. Como la quieran llamar. En cualquier caso, los más colonizados. Los textos más importantes de Aníbal Quijano, sociólogo y teórico peruano que ha sido clave en el desarrollo intelectual latinoamericano, se centran en este fenómeno: en develar cómo seguimos colonizados por posiciones hegemónicas que se estructuraron hace más de 500 años y, que en pleno 2019, se mantienen intactas. De allí que esa idea de lo culto, lo refinado, lo sofisticado, pareciera provenir únicamente de Europa y lo que esa cultura produce.
Quijano, en las últimas décadas, nos ha confrontado con esa verdad: nos dijeron que nuestra cultura era precaria, que no merecíamos crear ni creer en lo propio, y así nos quedamos. Por esa misma razón aún escuchamos expresiones como “mucho indio”, “negro tenía que ser” o “esa música es para los guisos”. Ese ha sido el mayor éxito de quienes explotaron nuestras tierras, culturas y cosmovisiones: lograr que nosotros mismos nos miremos con desprecio, anhelando algún día ser lo que jamás podremos ser. Y lo peor… lograr que sigamos repitiendo, entre nosotros mismos, ese mismo ciclo.
Confundimos el buen vivir, la calidad de vida, el bienestar, con la adopción de visiones exclusivamente eurocéntricas. Digo “exclusivamente eurocéntricas” porque, sin desconocer los aportes y la riqueza de esa cultura, no podemos seguir perdidos, caminando a tientas, por el rumbo de seguir rechazando lo propio con posturas derivadas del histórico arribismo que gobierna nuestras vidas.
La crítica a la música y a cualquier fenómeno es necesaria. Enriquece. Aporta. No estoy de acuerdo con Totó, tampoco con las miradas conservadoras que satanizan el reguetón, pero por lo menos ahí hay algo de análisis. En el tercer caso, la crítica que sitúa la clase social como trinchera del análisis, solo puedo sentir una mezcla de risa y tristeza. Risa cariñosa, de esa que despierta ternura al ver la nobleza criolla, y tristeza porque la misma sigue generando un daño que debemos parar: sí. Tenemos que aprender a abrazar lo que producimos.
Lo bailemos o no, nos guste o no, el reguetón está cambiando la cara de Colombia en el mundo. Y así como Beyoncé ha sabido utilizar su música para enviar un mensaje de amor por su propia cultura, debemos lograr que Maluma y J Balvin, entre otros, nos ayuden a enviar un mensaje de lo que somos y del camino que debemos seguir. Y somos eso, gente. Somos eso que tanto decimos detestar del reguetón. De allí que nos haga tanto ruido. Y, el camino para evolucionar como sociedad, empieza por eso. Por reconocernos, aceptarnos y, con esos insumos, reinventarnos. Reinventarnos a partir de lo que somos. Tal vez así algún día Maluma y J Balvin le canten a nuestra poderosa y maravillosa identidad latina, y no sólo a los culos que se mueven en ella.
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