El gran Café Gijón
No siempre se tiene la maravillosa oportunidad de descubrir alguno de aquellos lugares donde, por designios de una extraña mezcla de providencia y casualidad, pareciera que habitara la literatura. Como pequeños cuarteles urbanos donde las letras se refugian del frío que trae el tiempo, cuales inquilinos inesperados en una guerra silenciosa contra la ingratitud del olvido y el asedio impetuoso de la modernidad. Uno de estos lugares inmortales está ubicado en el número 21 del Paseo de Recoletos, esa gran serpiente de asfalto y prado que repta majestuosa trazando con su vientre el ecuador de Madrid. Allí, camuflándose entre la clandestinidad del ruido de los autos y a escasos metros del Palacio de Cibeles, las mayúsculas letras doradas del Gran Café Gijón brillan con supervivencia y contrastan con el opaco granate de sus toldos y cortinas.
Este punto en el mapa es el templo pagano de la literatura española. Unas veces restaurante, otras veces auditorio, desde su apertura en 1888 el Café Gijón ha sido el secreto a voces mejor guardado de los escritores y demás aprendices de artistas de la capital. Su suelo ajedrezado con tonos canela y las mesas de mármol acebrado que reflejan pinturas variopintas que erráticamente adornan las paredes han sido testigos anónimos de los cientos de relatos que entre sus sillones de terciopelo rojo escarlata hallaron el ecosistema idóneo para anidar en la inspiración y engendrar historias inmortales.
“En este lugar del Gran Café de Gijón se viene reuniendo desde 1943 la Tertulia de los Poetas” reza una placa en la columna esquinera del fondo a la derecha, junto al mítico rincón donde los dioses del Olimpo literario ibérico se sentaban de cuando en vez a debatir con fervor, entre los nubarrones que formaba el humo espeso de sus cigarros, sobre lo divino y lo humano. El mismo lugar donde no solo desfilaría toda la gloriosa Generación del 27, sino también uno que otro crack de la Generación del 98, como Pío Baroja o el mismísimo Azorín, y donde Camilo José Cela pasaría largas tardes esculpiendo con el inigualable cemento de los tachones de tinta la estructura de “La Colmena”, texto que poco después sería censurado por el mismísimo Francisco Franco, irónicamente otro esporádico cliente del lugar.
Hoy el Café Gijón resiste con resiliencia los embates de cada nuevo Starbucks que se abre a razón de esquina por medio y continúa entregando su prestigioso premio de novela corta, un galardón asturiano que 40 años después sigue siendo objeto de deseo entre las plumas madrileñas y un escalón más en la larga escalera que conduce al Nobel. Esa es la magia de este lugar, el haberse convertido en una cápsula del tiempo que nos lleva a todas las Españas que en algún momento fueron esta España y donde podemos tomarnos un tinto carísimo en compañía de los fantasmas literarios que en vida deambularon por allí y que quedaron atrapados para siempre en este lado del espectro gracias a las letras que por ellos mismos allí se escribieron.
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@FuadChacon
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