Virgilio Barco decía que el río Táchira no es una valla de separación sino un factor de unión.
Colombia y el nudo gordiano de Venezuela
Virgilio Barco decía que el río Táchira, que marca la frontera entre Colombia y Venezuela cerca de Cúcuta, su ciudad natal, no es una valla de separación sino un factor de unión. Es una justa definición. Para los habitantes de ambos lados, la frontera siempre fue una línea imaginaria que no impidió sus relaciones comerciales y personales, muchas de ellas familiares como resultado de largos años de coexistencia.
Cúcuta y San Antonio, paso obligado hacia San Cristóbal, la capital del estado Táchira, son ciudades hermanas que han convivido como si fueran del mismo país. En ellas se formaron uniones y se criaron hijos que nunca se sintieron extraños en cualquiera de los dos lados. Entre los venezolanos que emigraron a Colombia hay colombianos que antes fueron emigrantes o hijos de emigrantes a Venezuela. Millones de compatriotas nuestros viven en tierras venezolanas.
Aunque hoy la frontera está cerrada, sus dos márgenes siguen unidas, como las veía Barco, por una línea de 2.219 kilómetros, la más larga que ambos países tienen con un vecino. Es una de las fronteras más vivas del continente, algo apenas natural porque hace menos de dos siglos sus dos lados pertenecían a la misma nación. Estarán uno junto al otro hasta el final de los tiempos.
Las relaciones bilaterales han pasado por muchas crisis, pero siempre prevaleció la consciencia de una historia común. Los dos países fundaron el Grupo Andino y hace solo quince años eran piezas claves de la CAN, sucesora de aquel esfuerzo de integración. Al llegar Hugo Chávez al poder, en 1999, vinieron los desacuerdos en materia de orientación política, económica e internacional, pero no murieron los lazos entre los dos pueblos. Hubo confrontaciones, pero nunca se llegó al punto de no retorno.
Así fue hasta que Juan Guaidó se juramentó como presidente interino de Venezuela y el Gobierno colombiano lo reconoció, retirándole el reconocimiento a Nicolás Maduro. Desde entonces nuestras autoridades ignoran a las que ostentan el poder real en Venezuela y tratan con una que solo existe en el papel. Las consecuencias de esta situación no podían ser peores para ambos países y, sobre todo, para la población fronteriza, que es la primera que paga los platos rotos. Ella está sufriendo el auge de la criminalidad y el desorden que los dos gobiernos no pueden combatir porque no hay comunicación ni coordinación entre ellos.
El estado surrealista al que ha llegado la antigua relación bilateral impide solucionar casos como el de Aida Merlano, el asalto y saqueo del consulado venezolano en Bogotá o los que plantean las actividades subversivas en cada país atribuidas a nacionales del otro. Esto requiere la cooperación judicial, consular o diplomática, que será imposible mientras nuestro gobierno ignore a las autoridades que tienen en su poder a la senadora prófuga y solo reconozca al consulado que Guaidó maneja por internet.
Para salir de este embrollo hay que dar un paso audaz, como el de Alejandro Magno cuando nadie podía desatar el nudo gordiano y él lo cortó de un tajo. Conflictos peores que el venezolano se resolvieron con el diálogo: el del ‘apartheid’ en Sudáfrica, el de Irlanda del Norte, las guerras civiles centroamericanas y, entre nosotros, la de liberales y conservadores en 1957 y la de las Farc hace cuatro años.
Nunca es tarde para que Colombia rectifique y propicie el acuerdo entre los venezolanos que debió alentar desde el principio. La Conferencia Episcopal Venezolana invitó al Gobierno y la oposición a dirimir sus diferencias en las urnas el 6 de diciembre, y Henrique Capriles, uno de los principales antagonistas de Maduro, participará en los comicios. Es la solución civilizada. Mejor que el ineficaz bloqueo diplomático en el que se ha empeñado nuestro gobierno. Nada impide abandonar una estrategia fracasada. Desde la antigüedad se sabe que el peor plan es el que no se puede cambiar.
*Reproducida de El Tiempo
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