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Por: Jorge L. Yanez
Lunes, 27 Abril 2020 - 6:09am

Ambrosio

En su modesta vivienda en las afueras del pueblo guardaba con mucho celo los instrumentos musicales que conformaban la banda del pueblo.

Nunca se supo y nadie preguntaba de dónde venía ni cuándo había llegado al pueblo; siempre fue del pueblo y siempre estuvo allí. Tenía la apariencia que tienen los personajes icónicos de los pueblos: son eternos desde antes y después de muertos.

Con su desgarbada fisonomía y su estatura de basquetbolista parecía un patriarca bíblico que todo lo sabía y lo que no, lo inventaba. Coronaba su testa una blanca cabellera que siempre lo fue; no se le conoció alguna vez un rictus de amargura o de preocupación; siempre sonreía y estaba presto a colaborar en lo que fuera y a la hora que lo necesitaran. Hacía de todo y tenía la sabiduría de los alquimistas y el don de gentes de los que sanan desde dolores del cuerpo hasta enfermedades del alma.

Con su presuroso andar y su leve cojera, recorría las calles del pueblo visitando ya un enfermo, o de pronto una comadrona que lo solicitaba para que le aconsejara en un parto prolongado o la simple visita a uno de sus tantos amigotes para intercambiar anécdotas y chismes de los muchos que se producen en un pueblo donde todos se conocen y donde la intimidad es vox populi.

En su modesta vivienda en las afueras del pueblo guardaba con mucho celo los instrumentos musicales que conformaban la banda del pueblo y que utilizaban con maestría sus bien escogidos compadres de andanzas. Víctor Palacio con su  desmirriado saxofón de tonalidad “alto”, la sonora trompeta interpretada por David Cárdenas, por supuesto la infaltable presencia de Humberto y “tetero” los hijos de Ambrosio, en el redoblante tambor y el respectivo y retumbante bombo. Encabezaba la fanfarria el larguirucho cuerpo de Ambrosio sacándole melodías al viento con su huesudo clarinete. El estruendo de los juegos pirotécnicos cerraba el variopinto desfile que recorría las calurosas calles del pueblo al son de pasillos, corridos, bambucos y uno que otro pasodoble.

En la plaza central se reunían de pronto músicos, pólvora y pueblo. El inesperado silencio lo obligaba la adusta presencia del cura  quien llamaba con el sonoro repicar de las campanas al recogimiento, la oración y por supuesto, la limosna.

Le decíamos “el turco” al viejo Elías quien venía de lejanas latitudes allende el mar. Su espaciosa vivienda quedaba a un lado del templo y era vivienda y negocio al mismo tiempo. Solía oír la misa en el vetusto radio encima de la mesa de madera donde tenía su “registradora” o gaveta. Cuando escuchaba el repicar de la campanilla que avisaba la recolecta de la limosna, apagaba el radio y seguía con su negocio de venta y compra de  café.

Era famosa en el pueblo la humilde fonda de don Ambrosio en las afueras del pueblo; allí se reunían compadres y amigotes para intercambiar anécdotas y cuentos. Además que se constituía en el obligado sitio de ensayo de la orquesta. Entre música y venta de licores se estaba construyendo una empresa; los fondos alcanzaron pronto para construirle un segundo piso a la humilde vivienda. El tiempo que le quedaba libre al nuevo empresario, lo empleaba en otro de sus múltiples quehaceres: la peluquería. El dinero le alcanzó pronto para montar una nueva silla e implementos en el segundo piso sin dejar de hacerlo en la primera planta. El aviso que anunciaba “peluquería de Ambrosio” , se tuvo que cambiar por otro que decía “se corta el pelo arriba y abajo”.

Dejó este mundo a una avanzada edad y olvidado por todos sus amigotes. Tuve la oportunidad de visitarlo en su humilde vivienda en Cúcuta rodeado por su ya escasa parentela y con serios quebrantos de salud. Con una voz pausada y apenas audible le escuché mencionar “colega, no me descuide la clientela de Sardinata y quédese usted con la de Cúcuta”; Ambrosio también sanaba, hacía diagnósticos y en sus andares curando enfermos me alcanzó a encomendar métodos infalibles de sanación porque para él yo era un colega más.

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