José Ólmer Villamizar es dueño de la fábrica de ataúdes más grande de Santander y una de las mejores del país.
Una fábrica que vive de los muertos
“Muy feo su trabajo”, “¡qué miedo hacer cajas para los muertos!”, “¿cómo se imagina el suyo?”, le dicen y preguntan frecuentemente a José Ólmer Villamizar Remolina, fabricante de ataúdes.
Él responde que todo lo que se haga con amor y pasión, sea lo que sea, nunca va a ser feo. No se imagina su cajón, porque no piensa morirse todavía y no le da miedo hacer cofres exequiales, porque “ni que me tocara trastear con el muerto para hacerle su caja”.
Lo del miedo -explica- lo deja a las funerarias que sí les toca lidiar con el cadáver y hasta “con el espíritu después”, dice jocosamente.
A pesar de ser el dueño de la fábrica de ataúdes más grande de Santander y una de las mejores a nivel nacional, ni se le pasa por la mente agregar unos cuantos servicios o montar su propia funeraria.
“Porque eso sí es ver la muerte de frente y la prefiero mejor por los lados. Las funerarias son un buen negocio, pero no, gracias. Para que nos decimos mentiras, gracias a Dios me va muy bien.”, señala.
La fábrica
Como en el fútbol, las reglas en Industrias Jolvir son claras, porque a José Olmer no se le olvidan sus épocas de árbitro, ni la dureza con la que hacía cumplir la ley en la cancha. Su negocio no es la excepción.
En el segundo piso de una bodega de 2 mil metros a las afueras de Girón, hay una repisa de madera que él mismo hizo, con varias divisiones y el nombre de cada uno de sus trabajadores.
A las 7:00 de la mañana, cuando todos llegan, los compartimientos de la repisa se empiezan a llenar de celulares y si hay uno que falte, el jefe empieza a pitar.
“Para que un negocio funcione se necesita disciplina y aquí el que no la tenga se va con tarjeta roja o por lo menos le jalan las patas por la noche”, asegura.
Lo segundo lo dice en broma, aunque no niega que su trabajo se presta para muchas supersticiones.
“Cuando los ataúdes chirrean es que el muerto se lo está midiendo y cuando se le paran las moscas encima a alguno, ¡uy!, ese es el primero que se vende” ”, comenta uno de los empleados.
Para el empresario, lo de las moscas puede ser cierto, pero lo de la madera no, pues explica que cuando esta se empieza a secar, después del proceso de brillo y pintura, suena.
A simple vista esta empresa parece una carpintería grande. Tablas apiladas a un lado y otro, sierras, lijadoras, cortadoras, mesas, aserrín en el piso y en el aire. Pero, eso es solo en la primera sección.
El trabajo
Un poco más allá, pasando una pared de plástico que divide la bodega en áreas de trabajo, la cosa se empieza a ver distinta.
En la zona de armado y pintura las cajas pasan a ser ataúdes, a chirrear por las noches y a tener una que otra mosca encima.
Según Wilfer Bustos, encargado de la pintura y empleado desde hace más de 25 años, este es un trabajo cualquiera “para mí es como si estuviera pintando un mueble. Si uno se pone a pensar otras cosas, no trabaja”.
Como él, piensan la mayoría de los trabajadores de la empresa. No hablan de la muerte, porque no les gusta, pero muchos han tenido que hacer, pintar o tapizar ataúdes para sus seres queridos.
¿Qué sintieron? Contrario a lo que otros puedan pensar, para ellos fue un privilegio.
“Esta es la oportunidad de hacer del último lugar de una persona, algo especial. Aunque muchos no lo crean, el amor y la dedicación con la que se haga un ataúd se transmite a los familiares de la persona fallecida y ¿por qué no? al espíritu de ella también”, dice el experimentado trabajador.
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