Casi tres millones de indígenas se reparten en ella en unas 400 comunidades.
La pandemia deja a la Amazonía más frágil que nunca
Incendios, agricultura intensiva, extracción minera y petrolera, ocupaciones ilegales de tierras: la pandemia de la COVID-19 ha agravado todos los males de la Amazonía y está causando estragos entre sus principales defensores, los indígenas.
Espacio crucial para la salud del planeta, la cuenca del Amazonas, que alberga la mayor selva tropical del mundo, se extiende por 7,4 millones de kilómetros cuadrados y ocupa casi el 40% de la superficie de América del Sur, en el territorio de nueve países: Brasil, Bolivia, Perú, Ecuador, Colombia, Venezuela, Guyana, Surinam y la Guayana francesa.
Casi tres millones de indígenas se reparten en ella en unas 400 comunidades, según la Organización del Tratado de Cooperación Amazónica (OTCA). Unas 60 de ellas viven en total aislamiento.
A continuación, una crónica sobre cómo el virus se propagó por la selva.
Aislados, no cuidados
Es mediados de marzo y la preocupación llega a Carauari, una aldea del oeste de Brasil cuyos habitantes se encuentran entre los más aislados del mundo. Sin conexión terrestre con paraje alguno, se necesita una semana de viaje en barco para llegar a Manaos, la ciudad más cercana.
Al principio, el coronavirus no es más que un problema distante para sus habitantes, que viven en casas multicolores sobre pilotes a lo largo de las aguas marrones del río Jurua, un afluente del Amazonas.
Pero el anuncio de un primer caso en Manaos, la “capital” de la Amazonía, provoca una ola de pánico. Aquí nadie ha olvidado las masacres causadas por las enfermedades traídas por los colonos europeos, que diezmaron a casi el 95% de los indígenas americanos, sin inmunidad ante ellas.
“Rezamos a Dios para que la epidemia no ocurra aquí. Hacemos lo que podemos, nos lavamos las manos a menudo, como dicen en la televisión”, afirma José Barbosa das Gracas, de 52 años.
El primer caso entre los indígenas brasileños se registra a principios de abril: se trata de una joven kokama de 20 años, cuyo pueblo reside cerca de la frontera con Colombia. Esta profesional de la salud trabajaba junto a un médico que dio positivo.
Pedidos de ayuda
Conscientes del aumento del peligro, caciques indígenas y otras personalidades dan la voz de alerta: existe el riesgo de “genocidio”, de desaparición de sus comunidades, “en toda la cuenca amazónica”.
“No hay médicos en nuestras comunidades, no hay materiales de prevención”, reclama a fines de abril en Ecuador José Gregorio Díaz, desde la Coordinadora de Organizaciones Indígenas de la Cuenca del Amazonas.
En ese momento, la mitad de los primeros diez casos detectados en la ciudad colombiana de Leticia, en la triple frontera con Perú y Brasil, provienen de este último país. “Enfermarse aquí siempre da miedo, pero hoy tenemos más miedo que nunca”, lamenta Yohana Pantevis, una lugareña de 34 años.
“Es la muerte anunciada de buena parte de la población brasileña. Si la enfermedad entra en Amazonía, no tendremos forma de asistir a las poblaciones: las distancias son enormes, los recursos, muy pequeños”, denuncia un mes más tarde, a finales de mayo, Sebastiao Salgado, el célebre fotógrafo brasileño, de 76 años.
“Se corre el riesgo de transmitir a los indígenas el coronavirus y de vivir una catástrofe. Yo lo llamo un genocidio, que es la eliminación de una etnia. Creo que el gobierno de (Jair) Bolsonaro se dirige hacia esto porque su posición desde que llegó al poder es 100% contraria a los indígenas”, dice.
A principios de junio, el emblemático cacique activista Raoni Metuktire, del pueblo kayapó, acusa al presidente brasileño ultraderechista de querer “aprovecharse” del coronavirus para eliminar a su pueblo.
Refugiados en la selva
A mediados de junio en Cruzeirinho, una pequeña localidad indígena del lado brasileño, las viviendas de madera están casi vacías: la mayoría de los habitantes ha huido a la selva por temor a contagiarse.
“Prefirieron llevar sus pertenencias a la selva y evitar cualquier contacto”, dice Bene Mayuruna, quien decidió quedarse en el pueblo.
El ejército brasileño envía a un equipo de profesionales de la salud para atender a los habitantes que permanecen allí.
Barreras y plantas medicinales
A una semana en barco desde Cruzeirinho, los habitantes de la reserva indígena de Umariaçu adoptan una estrategia diferente: bloquear el acceso a sus pueblos a los extranjeros.
“Atención, tierra indígena. Cerrada por 15 días”, se puede leer en un cartel en la entrada. Aquí, en 5.000 hectáreas, viven alrededor de 7.000 indígenas, cerca de la frontera con Perú y Colombia.
Para no depender del sistema de salud pública brasileño, que a menudo está saturado, los nativos también recurren a sus conocimientos ancestrales.
Es mediados de mayo y un grupo del pueblo sateré mawé, con plumas y coronas de plantas trenzadas, viaja por el río en busca de plantas medicinales.
“Hemos tratado todos los síntomas que hemos sentido con nuestros propios remedios caseros, según nos han ido enseñando nuestros antepasados”, cuenta André Sateré Mawé, que vive en una aldea cerca de Manaos.
Preparan, por ejemplo, infusiones con cáscara de carapanaúba, un árbol con propiedades antiinflamatorias, o de saracuramirá, utilizado popularmente en el tratamiento de la malaria.
Perderlo todo
En Manaos, Maria Nunes Sinimbu, de 76 años, ve morir en menos de un mes a cinco miembros de su familia, incluidos tres de sus hijos, atacados por el virus.
“Mi hija no creía en la fuerza de esa enfermedad. Ella continuó trabajando y viajando normalmente, sin tomar precauciones”, lamenta esta maestra jubilada.
La Red Eclesial Panamazónica estimó a fines de julio que 27.517 indígenas habían sido contagiados, y 1.108 habían fallecido. Unos 190 pueblos nativos se han visto afectados por la epidemia, según esta ONG católica.
Varios líderes indígenas han muerto víctimas del coronavirus, incluido el cacique Paulinho Paiakán a mediados de junio en Brasil, y Santiago Manuin en Perú a principios de julio.
El miércoles pasado falleció el también influyente cacique brasileño Aritana Yawalapiti.
Cultura amenazada
En lo profundo de la Amazonía, el coronavirus plantea un crudo dilema a los indígenas: quedarse en la aldea con muy pocos recursos médicos o ir a la ciudad a riesgo de verse privados de sus ancestrales ritos funerarios.
Lucita Sanoma sufre este dolor inimaginable el 25 de mayo, cuando su bebé de dos meses fue enterrado a 300 kilómetros sin que ella sepa. Su bebé murió de neumonía en un hospital en Boa Vista, capital del estado de Roraima, en el noroeste de Brasil.
Como caso sospechoso de COVID-19, el entierro fue inmediato, atendiendo las directivas del gobierno por razones sanitarias. Pero eso está totalmente en contra de la cultura yanomami, en la que los restos se dejan en el bosque dos semanas y posteriormente son cremados.
Las cenizas se recogen en una urna y, mucho tiempo después, se entierran en una nueva ceremonia.
Del lado colombiano, en el departamento de Amazonas, a principios de junio Remberto Cahuamari, líder de la comunidad ticuna, habla de su temor a que la desaparición de los “abuelos” a causa de la COVID-19 ponga en peligro la transmisión de conocimientos.
“Si ellos llegan a terminarse quedaríamos con nuestros jóvenes que para el futuro no conocerían nada de nuestras culturas, de nuestros usos y costumbres. Eso es a lo que tenemos miedo”, dice con un tocado de plumas, un collar de colmillos en el pecho y una máscara quirúrgica.
A esto se suma el aislamiento. En esta región donde la mayoría de los desplazamientos se realizan en barco, los pueblos a lo largo de los ríos se encuentran aún más aislados con la detención del tráfico fluvial en un intento por detener el avance del coronavirus.
Miedo de los mineros artesanales
Para los yanomami, el peligro proviene del exterior, en particular de los mineros ilegales que invaden regularmente sus territorios, que se extienden por más de 96.000 km2 en la frontera entre Brasil y Venezuela y que albergan a unos 27.000 indígenas.
“Sin eso, estaríamos tranquilos”, dice el cacique Mauricio Yekuana, cuya máscara blanca contrasta con el negro de las pinturas que adornan su rostro.
Según las ONG, alrededor de 20.000 buscadores de oro operan en estas tierras, alentados por los proyectos del presidente Bolsonaro, que quiere “integrar” estas zonas a las “maravillas de la modernidad”.
Estos mineros de oro son todos “posibles transmisores” de COVID-19, denuncia Greenpeace Brasil.
Según un estudio de la Universidad Federal de Minas Gerais (UFMG), si no se toman medidas, el 40% de los yanomami que viven cerca de las zonas de extracción de oro podrían contraer el coronavirus.
La deforestación supera récords
Mientras el mundo tiene puesta su mirada en la pandemia, los incendios están en aumento, después de que en 2019 el grado de devastación de los fuegos indignara al planeta.
El objetivo es acelerar la deforestación para dar paso al cultivo de soja o la cría de ganado, exportaciones clave de Brasil.
“En muchas zonas donde he trabajado (...), solo falta quemar, pero el bosque ya fue talado. Entonces la historia puede verse desde otro ángulo: ¿cuándo lo quemarán?”, dice Erika Berenguer, investigadora de las Universidades de Oxford y Lancaster, agregando que temen “problemas respiratorios por el humo, que se agregarán al coronavirus”.
Cuando no son cómplices, las autoridades ven su capacidad para combatir la deforestación limitada por la pandemia.
Las últimas cifras confirman los peores temores: la deforestación en la Amazonía se incrementó en un 25% en la primera mitad del año, en comparación con el mismo período de 2019, cuando ya había marcado un récord, según el Instituto Nacional de Investigación Espacial de Brasil.
Y los especialistas temen un agosto particularmente trágico, ya marcado por incendios devastadores en el Pantanal brasileño.
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