El 16 de febrero de 2000, 450 hombres de las Autodefensas Unidas de Colombia asesinaron a 61 personas.
El Salado sigue siendo un pueblo fantasma, tras 20 años de la masacre
Veinte años después de la masacre que lo hizo tan tristemente famoso, El Salado sigue siendo un pueblo fantasma. Solo 1.200 de los 4.000 habitantes que tenía antes del 16 de febrero de 2000, regresaron para repoblarlo -o resucitarlo-, pero ahora, en febrero de 2020, nadie camina por la calle principal y las puertas están cerradas de par en par. No hay música.
Dos décadas han sido poco para olvidar la barbarie con la que 450 hombres de las Autodefensas Unidas de Colombia asesinaron a 61 personas en El Salado y sus alrededores.
Dos décadas no han sido suficientes para que El Salado intente levantarse, apenas intente, porque por más que sus habitantes organizaran limpiezas en el retorno, nunca iban a solucionar las carencias en los servicios públicos. Se sienten abandonados, olvidados por un Estado que les falló y les sigue fallando.
Les falló por primera vez cuando El Salado se enorgullecía de ser tan próspero como para no necesitar de Alcaldía, ni de Gobernación, ni de la Presidencia. Les falló porque no fue lo suficientemente diligente como para evitar que asesinaran a cinco de sus hijos en la primera masacre, la del 23 de marzo de 1997.
La segunda falla, y la peor de todas, es la que hoy conmemoran: el Estado permitió que los jefes paramilitares del Bloque Norte, Salvatore Mancuso, Rodrigo Tovar Pupo (‘Jorge 40’) y John Henao (‘H2’) se confabularan para enviar a sus mercenarios para acuchillar, estrangular o acribillar a balazos a 61 personas durante cinco días, sin que nadie interviniera, por lo menos no para detenerlos.
La tercera falla: entre 2002 y 2003, cuando los salaeros desplazados se cansaron de mendigar y pasar hambre en poblaciones como El Carmen de Bolívar, Sincelejo, Cartagena y Barranquilla, y se atrevieron a regresar a su pueblo, asesinaron a siete de ellos.
La cuarta falla
Neida Narváez, líder del pueblo, responde: “en estos momentos, por ejemplo, hablamos de un alcantarillado que quedó sin un doliente y que nos ha traído tantas afectaciones, entonces son cosas que vemos que se hicieron, ¿pero qué pasa con eso? Aquí tenemos la biblioteca, la casa de la cultura, bueno, ahí están, pero también quedaron igual, sin dolientes, porque la Alcaldía decía que no podía meter recursos, entonces, fíjese, son cosas que no puede hacer la comunidad”.
Los salaeros reclaman que tienen parque, sí, ¿pero cómo está?, acabado. Tienen una iglesia muy bonita, pero igual de deteriorada, así como el cementerio, las calles, el centro de salud. “Vienen, lo pintan, pero vea: si tiene una raja que veo del otro lado de la pared, ¿para qué lo voy a pintar? Primero hay que trabajar en la raja y después a pintar”, agrega Neida.
Aunque nadie niega en el corregimiento la ayuda de fundaciones, Organizaciones No Gubernamentales e, incluso, del Estado que construyó viviendas y una cancha sintética hace años y que luego, cuando se expidió la Ley de Víctimas (en 2011), apareció algo más de ayuda, ahora se sienten abandonados.
Es el pueblo que todos olvidan entre marzo y enero, y que sigue sin un médico de planta y con un acueducto deteriorado.
Miedo latente
En estos 20 años, las amenazas de muerte han ido y venido y en El Salado no es tan fácil desestimarlas, vengan de donde vengan, precisamente por la historia de sangre que se ha escrito en el pueblo: a nadie se le olvida que el 23 de diciembre de 1999, un helicóptero dejó caer panfletos donde les informaban que disfrutaran de esas fiestas, porque serían las últimas.
Veinte años han sido insuficientes para olvidar que después de esos panfletos lo que sobrevino fue una barbarie que rebasa los límites de la imaginación. Quién podría olvidar que el hijo de crianza de Dora Torres Rivero, quien venía corriendo perseguido por los paramilitares, le gritaba a su mamá que le abriera la puerta y apenas lo hizo, los paramilitares abrieron fuego y ella recibió los disparos.
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