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Domingo, 3 Mayo 2015 - 7:12am

Parábola del mercado campesino que se instala en la plaza de Banderas

Agricultores de los distintos municipios de Norte de Santander llegan a este lugar, distante para muchos de ellos, con camiones cargados de lo que aran y cuidan en sus fincas.

Y he aquí, en el campo más fértil, que es todo el Norte de Santander, los campesinos marcharon un viernes para llegar hasta un lugar distante, aunque conocido, que era la capital de ese Norte.

Llegaron después de un día entero de viaje en camiones cargados de lo que araron y cuidaron en sus fincas, y encontraron la lluvia que aligeró los pasos para que las carpas se fueran armando.

Pero la lluvia siguió cayendo y la noche se hizo larga porque debieron pasar la noche en una plaza, de nombre Banderas, situada al lado de una enorme mole de concreto en la que se atizan goles y se arrean hombres.

Y fue así como muchos no pudieron pegar ni uno, ni otro ojo, y bajo los plásticos, entre zanahorias y lechugas, con una almohada que llevaba impreso un letrero de ‘Rangers’ en la espalda, pasaron las horas de oscuridad sin un gallo que cantara en la planicie de esa plazuela.

Serían las cuatro de la madrugada del sábado, cuando padres y madres buscaron café y aguas aromáticas, y con el paso de los minutos fue necesario armar las mesas para mostrar los zurrones llenos.

Entonces, servidos los mostradores con el bufete, las lonas se fueron descorriendo a la espera de aquellos con quienes se haría un intercambio justo.

Ya en sus sitios, miraron la pesa, escribieron los precios al frente de los nombres de las verduras, las hortalizas y las perfectas truchas, y en el nombre de Dios vieron cómo la lluvia seguía cayendo.

Así, les dieron las 6 de la mañana, hora de la apertura oficial del mercado, aunque desde hacía rato los compradores habían llegado cuidando sus monederas, y al tanto de no olvidar los paraguas pues la lluvia se tornó en aguacero de goterones que golpeaban duro los rostros y empapaban los pies con chanclas.

Aunque algunos protestaron con palabras y ceños fruncidos por el pequeño chubasco, uno de los campesinos habló y dijo: “esta lluvia es un bautizo para nuestro mercado. Ya verá cómo en un rato nos hace bueno, y esto se pone mejor”.

De repente una mujer preguntó si en algún momento llegaría aquel que mandaba en la Cúpula Chata, porque había ilusión de verle y retraso en el tiempo, aunque el tiempo seguía su curso.

El hombre que advirtió del bautizo, de nombre Octavio Monroy, dijo que había una señora grandota, antigua reina de Norte de Santander, anunciando que llegaría otro funcionario, y hubo quejas porque no arribó el que esperaban, pero aun así el mercado siguió.

Con el día más limpio y la papa recién bañada, a las siete de la mañana ya no había truchas, lo que fue un buen augurio porque faltaban cinco horas para terminar la venta y los clientes seguían llegando, para sumar más de 700 al final del día.

Y fue entonces que, como en una profecía, las palabras de Octavio se hicieron ciertas y escampó, y no hizo presencia el sol abrasador que es la ley en Cúcuta sino que las nubes decidieron proteger los frutos.

El grano de arena

Después del canto del himno para el que las cachuchas fueron puestas a un lado, Octavio otra vez habló. “Me tomo el atrevimiento de dar las gracias, en nombre de mis compañeros, a todos los que han portado su granito de arena, y les digo de una vez que el 9 de mayo nuevamente hay mercado”.

La brisa movió los letreros de Pamplona, Cácota, Bochalema, Pamplonita, El Zulia, San Cayetano, Puerto Santander, Tibú, Sardinata, Bucarasica, Lourdes, Cúcuta, y Gramalote que también se restaura con el mercado. Y se dijo que había muchos de Mutiscua, 33 en total, metidos en seis carpas.

Una mujer de ásperos cabellos canos, susurró que traía un bulto de cebolla para vender, pero Octavio se negó, y pidió a la Policía que nadie se aprovechara porque “lo que se lleva el campesino, es para su mercadito”, y entonces se supo que hacían trueque.

“Si nos queda lo tierra fría los cambiamos por el tomatico, los bananitos, mientras que los otros piden las verduritas… Y nosotros nunca nos vamos a ver con hambre”.

Pasadas las nueve, mermaban las bolsas, porque si la papa estaba a dos mil pesos en la central de abastos, allí se vendía a $1.500; y si la habichuela estaba a $1.800, la comercializaban hasta en mil pesos.

Y Octavio, en medio de su desayuno con  tamal, contento dijo que al campesino no le interesa tanto la utilidad. “Trae sus cositas, las da económicas, pero es mucho más. El mercadito cambia la vida, y hasta para los que venimos del frío, nos saca el hielo”.

Entonces reconoció que cada encuentro es más que mercancía, “y se forma como la distracción para el campesino. Así no ganen nada, vienen y hablan, y se distraen, porque estar todos los días en el trabajo es duro, pero esto es una verraquera”.

En el extremo de la plaza, como si se tratase de una réplica del mapa del departamento, estaban los que venían del lugar más remoto: Silos.

“Por la gracia de nuestro señor, es que estamos aquí. Toca duro, pero lo hacemos con tanto amor…”, dijo Azucena Pabón, una silera que ofrecía a $3 mil el kilo de arveja, preocupada porque nadie le hacía buena cara a la leguminosa, ni se llevaban el néctar de durazno que tanto le costó preparar, hervir, endulzar y empacar en bolsitas herméticas.

“Ojalá se venda”, repetía, hasta cuando escuchó que faltaban 10 minutos para las 10. Entonces se persignó y suspiró aliviada, porque aún no se acababa la oferta y con más entusiasmo siguió la muestra, pues con la ganancia podría comprar lo de fumigar que vale unos $50 mil.

Levantó las cejas agobiada por ese precio, pero enseguida se ilusionó pensando que le gustaría que llegaran personas realmente necesitadas, para regalarles de su mercado, porque nada se compara con la caridad y la benevolencia.

Siempre regresan a sus pueblos con la venta completa. Incluso, desde la primera versión se vio que la actividad iba a ser próspera, pese a la poca fe del gobernador que le dijo a Octavio que ya había intentado la actividad sin éxito, y se descubrió que era porque no se hacía con campesinos, sino con revendedores.

“Yo mismo me encargué de buscarlos y el gobernador nos dio la confianza diciendo que lo que no se vendiera, él mismo lo compraría, pero nunca ha hecho falta”.

El mercado campesino es su tesoro, y sus granos de arena se seguirán esparciendo, pues han pasado de 90 familias a 170 que siguen llegando al mercado, porque no todo es trabajo y está allí la riqueza más allá de las monedas y los billetes.

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