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Martes, 20 Septiembre 2016 - 9:00am

Tres aterradoras experiencias que deja el conflicto en Norte de Santander

Estas víctimas ven con esperanza un nuevo futuro y mantienen la expectativa por lo que pueda venir.

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Por décadas, el Estado ha librado una guerra con diferentes actores armados en la que millones de colombianos han quedado en medio.

Muertes, desplazamientos, desapariciones, amenazas, secuestros y otros delitos, se han convertido en una constante que parece no tener fin.

Por eso hoy, cuando Colombia está a un paso de poner fin a más de medio siglo de confrontación con uno de esos grupos ilegales, muchas de sus víctimas aguardan con esperanza y expectativa lo que pueda venir.

Perdonar no será fácil, pero están dispuestas a intentarlo. A pesar del dolor y el sufrimiento quieren darle una oportunidad al proceso, con la única ilusión de que cese la violencia y el país tenga un horizonte distinto.

La Opinión conversó con tres de esas víctimas, todas de las Farc, quienes nos contaron por qué creen que es mejor un acuerdo con esta guerrilla.

‘Sería muy lindo vivir en paz’

Juan Rodríguez es uno de esos campesinos colombianos a los que la violencia, desde cualquier lado que se le mire, lo ha golpeado con toda su fuerza. Paramilitares, Farc y hasta las mismas fuerzas del Estado, lo han “humillado” y  le han arrebatado lo más importante de su vida: sus hijos.

Primero fueron las autodefensas, quienes estando en Las Mercedes (Sardinata) se le llevaron a su “mejor chino”, como Juan lo consideraba.  Las razones de por qué lo hicieron nunca las supo, pues tras su muerte y por solicitud de su esposa, tuvieron que salir huyendo hacia La Victoria, también en Sardinata.

Cuando pensaban que todo empezaba a quedar atrás e intentaban reconstruir sus vidas en un nuevo lugar, aparecieron las Farc, los amos y señores de la zona a la que llegaron provenientes de  Ábrego, 30 años atrás, por cuestiones del destino.

“Hacía nueve meses completicos vivíamos en La Victoria cuando llegaron las Farc y me recogieron todos los cinco chinos que tenía. Me revolcaron la casa. Se los llevaron amarrados”, recuerda Juan con un evidente dejo de nostalgia.

Al día siguiente, cuatro de ellos regresaron a la casa. Numael, el quinto, nunca cruzó la puerta. “Me dijeron que habían mandado la razón de que no me afanara, que ellos lo iban a demorar; que le tenían que hacer una investigación, pero que no le iban a hacer nada. Hasta ahí supe de él, porque no nos volvieron a decir nada”.

Durante cuatro meses le intentaron seguir el rastro de día y de noche, enfrentándose a los mismos comandantes de la zona, pero nunca hubo respuesta. “Me sacaban el cuerpo y después, a uno de  mis hijos le dijeron que no siguiéramos averiguando más porque yo tenía más hijos”.

Si bien Juan y su familia tenían claro que no le debían nada a nadie y que su único pecado era ser campesinos y vivir en un lugar en el que todos los actores del conflicto se creían dueños del territorio, decidieron desplazarse a Cúcuta, para proteger la vida de los demás.

Hoy, cuando el país se apresta a poner fin al enfrentamiento con uno de esos grupos que les hizo daño, les alteró su tranquilidad, pero no las ganas de vivir, Juan asegura que está dispuesto a perdonar y a darle una oportunidad al proceso de paz con las Farc.

“A la hora de la verdad toca perdonar porque a uno no le sirve la violencia. Entre más días, más violencia y es peor, porque como dice el dicho, ‘el que tiene las armas manda’ y nosotros seguimos siendo los humillados de todos lados”.

Este hombre, que ya llega a sus 61 años, dice que no quiere que su familia sea víctima de ningún otro grupo. Por eso, aunque como muchos, desconoce los pormenores del acuerdo al que llegaron el Gobierno y las Farcen Cuba, él está dispuesto a darle un ‘Sí’ a lo pactado, porque tiene la esperanza de que quienes se llevaron a su hijo le digan qué pasó con él.

“Lo mejor para el país es que haya paz con todos los grupos. Sería muy lindo vivir en paz”, concluye.


María, viuda de la guerra y esposa de la paz con las Farc

“El día más triste de mi vida fue el domingo 21 de mayo de 1989. Quedé viuda y mis cinco hijos aún se preguntan por qué tuvieron que ver morir masacrado a su papá. Desde entonces no sabemos qué es celebrar un Día del Padre. Tengo 66 años y veo en las fincas a las viejitas compartir con sus esposos mientras yo… soy una solitaria”.

El dolor con el que María Reyes Montañez recuerda el asesinato de su esposo Enrique Cruz, por parte de la guerrilla de las Farc, contrasta con su deseo de paz y de ver una transformación en el campo colombiano, donde se han vivido, según ella, los momentos más horrorosos de la historia patria.

Uno de ellos fue el vivido por María y sus cinco hijos, naturales de la vereda Astilleros (El Zulia). “El día de la tragedia mi esposo se levantó muy temprano, tomó tinto y salió al patio a atender a dos obreros. Estando con ellos llegaron dos hombres armados y preguntaron quién era Enrique Cruz, los tiraron al suelo y lo mataron solo a él, delante de mis hijos”.

En medio de la conmoción María no sabía si calmar a sus hijos o tirarse encima del cuerpo de su amado Enrique. “La sangre cubrió un pozo de agua y la escena permanece intacta en mi mente”.

Los días siguientes al doloroso hecho, María durmió en el monte con sus hijos, temiendo que volvieran por ellos. Luego, la Alcaldía de El Zulia le dio una casa en el casco urbano y allí permaneció por seis años hasta que retornó a la parcela.

“Estuvimos dos años tranquilos, hasta que aparecieron los paramilitares, buscando a los hijos de las víctimas de las Farc, para convencerlos de ingresar a sus filas. Nuevamente retornamos al pueblo y pasados dos años, vendimos la casa y regresamos al campo. Mi vida ha sido el cultivo de arroz”.

Tras el acuerdo de paz entre el Gobierno Nacional con la guerrilla de las Farc, María se declaró partidaria de ver al país reconciliado, con la ilusión de vivir tranquila en el campo y sin tener que pagar vacunas a los grupos armados.

“La Unidad de Víctimas nos reconoció una reparación, pero no hay plata que le devuelva la vida a un cadáver. Mi esposo era concejal, fundó el colegio de la vereda y gestionó la energía. Teníamos sueños y proyectos de vida que jamás prosperaron, por eso apoyo la paz, para que a nadie le ocurra lo mismo”.

‘Este proceso de paz es una oportunidad para que haya verdad’

Cecilia* nació en Arauca, pero la crudeza de la guerra terminó desplazándola a Norte de Santander, en el 2006. Primero estuvo en Cúcuta y posteriormente decidió refugiarse en Sardinata, en donde hoy vive con su esposo y uno de sus diez hijos.

Apenas tiene 57 años, pero en su rostro y su cuerpo se dibujan por lo menos 10 años más. La zozobra, el miedo, la angustia y la lucha diaria a la que tuvo que someterse para salvar su vida y la de su familia terminaron enfermándola.

Su única culpa, vivir en medio de dos guerrillas que se disputaban el territorio: las Farc y el Eln.

Ella trabajaba como empleada para un médico en el caserío Filipinas y tenía una residencia que le servía de sustento para sostener el hogar. La presencia de los diferentes actores armados era constante. Algunas veces llegaban unos pidiendo comida, otros días eran sus adversarios.

En medio de este panorama quedó Cecilia. Por eso, la tildaron de pertenecer al Eln.

Las Farc emprendieron una persecución en su contra que la obligó a abandonar, sin desearlo, todo lo que había construido.

Para ese entonces, esta mujer todavía no terminaba de reponerse de la desaparición de una de sus hijas, quien un día salió a ponerse una inyección y nunca más regresó. Nadie volvió a dar señales de ella.

Muchas fueron las advertencias que le hicieron para que se fuera de la zona o de lo contrario la matarían. Sus hijos hombres ya estaban en la mira del grupo armado. Los querían para la guerra. Cecilia, a toda costa, lo impidió.

Con un fusil en la cabeza le insistieron que no podía continuar en Arauca. Su única esperanza era Dios.

“Agarré un bus desde Filipinas para que me sacara con mis hijos.  Llegué a Saravena y pedí la ayuda de la Cruz Roja. A los tres días llamaron a decirnos que nos estaban buscando”, recuerda con dolor.

Después de esta última alerta no tuvo más remedio que huir a Cúcuta en donde se refugió los primeros años. Una mejor oportunidad la condujo a Sardinata. Allí trata de recuperarse de una trombosis que la aquejó por cuenta de la tensión que todavía la persigue. Tiene miedo de que la sigan buscando, por eso prefiere omitir su nombre verdadero y mostrar el rostro.

Esta es la principal razón por la que Cecilia quiere que haya paz; que el acuerdo con las Farc sea una realidad. Sabe que es difícil perdonar, pero está dispuesta a hacerlo porque confía en que solo así podrá tener la tranquilidad que tanto busca.

Si estamos en un proceso de paz y es una realidad lo que dicen allá, pues habrá que perdonarlos, porque qué más. Yo fui muy afectada porque perdí la casa, animales, todo se quedó allá (Arauca) y a mí no me han pagado nada de eso todavía. Creo que en el proceso de paz porque si lo están haciendo es porque se va a cumplir”.

Cecilia quiere saber qué pasó con su hija. Todavía desconoce si fueron las Farc las responsables de su desaparición, pero cree que ellos le pueden dar luces al respecto. “Confiamos en Dios, que él sea el que guíe ese proceso”.

*Nombre cambiado por solicitud de la fuente.

Eduardo Rozo

@eduardorozo5

Apasionado por el periodismo ambiental y cultural.

Lucy Araque

lucy.araque@laopinion.com.co

Redactora Política. Trabaja en La Opinión desde 2007.

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Archivo/La Opinión
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